La extensión,
el espacio que ocupamos cada uno de nosotros,
es tan estrecha y diminuta
comparada con el espacio restante,
con todo aquello que no ocupamos,
que no rellenamos,
en el que no estamos,
donde no importamos nada,
donde no somos nada,
que hace que el tiempo que vivimos
y el territorio que habitamos
sean ridículos frente a toda esa extensión
(esa eternidad inventada por nosotros mismos)
donde jamás estaremos.
Sin embargo en este lugar,
en esta región espacio-temporal que ocupamos,
en estos átomos, estas coordenadas,
en este punto matemático incalculable,
la sangre quema,
los músculos se retuercen de placer
o de dolor,
el cerebro construye y destruye,
dirige y obedece,
trabaja,
produce;
el corazón reclama
y el cuerpo demanda
todo aquello que podamos conocer
ver, oír, tocar, oler o comer
y más allá de eso,
también,
construye su imperio con regiones de otros,
con pedazos de tierra y de tiempo desconocidos,
insondables,
como un cuerpo de agua que se desborda
y se expande
más allá de su propio continente
en un intento ridículo
-pero heroico-
de trascender.