Sus padres habían probado de todo para que dejase de morderse las uñas. Se las frotaron con ajo y desarrolló una halitosis holocaústica. Las impregnaron con alcohol y tuvieron que ingresarle en un programa de Alcohólicos Anónimos. Aplicaron todo tipo de productos comerciales antimordeduras y desarrolló múltiples adicciones a distintos componentes químicos. Tuvieron que ingresarle en el Proyecto Hombre junto a otros niños de su edad cuyo síndrome de abstinencia se había desarrollado durante el embarazo de sus madres yonkis. Le atiborraron a todo tipo de fármacos para templar sus instintos. Fue inútil.
Decidieron ponerle un bozal y unos guantes de pescadero. Funcionó, dejó de morderse las uñas. En menos de un mes superó su adicción completamente. Decidieron retirarle el bozal y los guantes e invitaron a sus más allegados a una cena informal con motivo de la renovada imagen de las manos de su hijo. Orgullo de pianista, comentaba el padre. Manos de registrador de la propiedad, decía la madre.
Los primeros invitados llegaron media hora antes de lo previsto. Sonó el timbre. El niño se acercó a la puerta con la lengua fuera y las orejas erguidas. Sus padres, aunque sorprendidos, no dieron excesiva importancia a los tímidos ladridos de su hijo. Es la edad, pensaron. Abrieron la puerta. Eran los Bernal, compañeros de golf del padre. El niño se acercó a saludarles y les tendió la mano. La mano no, hijo, dos besos que somos como de la familia. El niño se acercó a las mejillas del Sr. Bernal, abrió la boca un instante y mordió la nariz del invitado sin soltarla. El Sr. Bernal cayó al suelo con el niño enganchado como un perro de presa.
¡Muérdete las uñas!
¡Muérdete las uñas!