Decían que estaba demasiado fría,
que mis encías sangraban como una piara de cerdos,
que miraba con ojos de cabeza de pescado,
yo,
que con cada crujido de nudillos espantaba a los cuervos,
yo,
que con cada costilla, que con cada tibia rota
cargaba las nubes y despertaba
los truenos.
Decían que estaba demasiado fría,
por eso nadie me oyó gemir
a dos metros bajo tierra.