jueves, 22 de diciembre de 2011

Tenías razón


Tenías razón. Aunque tú no lo sabías tenías toda la razón. Aunque no fuera la razón la que te moviese, sin duda la tenías. Por eso tu profesora llamó a tus padres preocupada porque se pensaba que eras mudo. Por eso te cambiaste de zurdo a diestro de un día para otro. Por eso dibujabas en las paredes de las casas ajenas. Por algún lado tenías que escapar.

He sido injusto contigo. Lo he sido con mucha gente, pero sobre todo contigo. Durante años has soportado todas mis culpas. Y no sólo las mías, sino las de familiares, amigos, profesores, psicólogos y psiquiatras. Todo se reducía a ti. La ansiedad, culpa de tu timidez extrema. La psicosis, fruto de la imaginación desarrollada durante años de introversión. La agresividad, consecuencia de la imposibilidad de exteriorizar tus sentimientos a tiempo.

Te he fallado, lo sé. Cuando tú y yo coincidimos en el tiempo hicimos un pacto, y lo he roto. Lo rompí al vencer tu timidez con el humor cínico propio de los vergonzosos. Lo rompí al hablarle a los demás de nosotros. Lo rompí al mostrar nuestras pinturas, nuestras letras. Lo rompí al juntarme con aquellos, esos, los demás, de los que tanto nos protegimos. Tenías razón. 

El sueño de vivir anacoretas se esfumó cuando me dejé llevar por todo lo demás. Y lo demás es historia que te he arrebatado sin ni siquiera preguntarte. He fracasado y te he engañado. Tarde o temprano sabías que podría ocurrir, pero yo pensé -cuando pensábamos juntos- que eso jamás ocurriría. Tenías razón.

Ahora lo entiendo todo. Quiero decir que lo he vuelto a entender. He desaprendido todo aquello que nos impusieron y he vuelto a llegar al principio. Sí, al punto de partida de nuevo, al mismo punto donde te dejé. Y ahora, a diferencia de entonces, ya sé cómo funciona todo esto. Ahora ya sé cómo enfrentarme a ello. Quiero pedirte perdón, y el modo de hacerlo es el único que me legitima: estoy enmendando el error. 

No, eso no significa que perdone todo lo que nos he hecho. No me lo perdono, pero la culpa no es lo único que llevo en la maleta de regreso. En todo este tiempo he aprendido a manejarme, más mal que bien, y tengo algunos trucos que podrán servirnos. 

Olvídate de la guerra, ellos la convertirán en negocio. Olvídate del enfrentamiento, de las trincheras. No, no me estoy acobardando, escucha. Esta guerra se juega sin fichas ni tableros. No hay reglas, ni siquiera las nuestras. Toma, coge estas palabras y húndelas en la tierra. Ahora las siguientes, y así hasta que abramos una falla por la que atravesarla. Sígueme, está oscuro porque es mejor así, sin luces que iluminen falsos relieves. Húndete conmigo, hasta que las paredes de tu cuerpo se estrechen tanto que no distingas tu piel de la tierra. Ahí, cúbrete de brea y fuego. Reúnete con el resto de la materia hasta que no puedas deslindar tu cuerpo del resto.

Ya está. Ahora eres nada y eres todo, aquí nadie te molestará. Y si alguna vez tienes frío tiembla, todo su mundo se derrumbará. Y si alguna vez estás triste llora, sus ciudades se inundarán. Pero sobre todo no dejes, bajo ningún concepto, que yo te vuelva a fallar.