Convirtieron los suburbios en estercoleros,
sumideros de miseria abandonados
y arrojados al tifus
y a las ratas.
Cuando la desinversión y la pobreza se estancaron
comenzaron a comprar e invertir,
desplazando a los ancianos seniles,
a los obreros, a los estudiantes de medio pelo,
a las putas y a los yonkis
por artistas modernos,
diseñadores,
franquicias de moda y complementos
y restaurantes de platos cuadrados.
Revalorizaron,
recalificaron,
gentrificaron.
Sustituyeron a los policías cocainómanos
por brigadas antivicio de porras generosas,
los bares de menú por locales retro,
los parques asilvestrados por zonas peatonales
donde instalar actos promocionales.
Desaparecieron los pobres,
las palomas y los ancianos que las alimentaban,
los niños semidesnudos jugando en la calle
y los borrachos de la esquina
que te daban los buenos días.
Ahora todo es lo mismo
y no es nada,
ciudades clónicas y fotogénicas
con demasiada mierda debajo de la alfombra.
Y aun apesta.
Apesta a parque de atracciones
y a vecinos enganchados al mainstream,
a turistas con gafas de realidad virtual
y a jóvenes vencidos por las circunstancias
y la cultura del subgénero comercial.
Aquella pobreza era imaginación
y era real.
Ahora es tan ahora,
tan limpio, organizado y sistematizado
que la vida no puede,
simplemente no es.