Fue hace bastantes años. Estaba tumbado en el sofá del salón de la casa mi abuela viendo la típica película de sábado por la tarde. Un huracán amenazaba la tranquilidad de un pequeño pueblo estadounidense. Los protagonistas, una idílica familia norteamericana perfectamente integrada en una comunidad de honrados trabajadores y pequeños propietarios, resistían los embistes de una espectacular tormenta ciclónica que amenazaba con destruir todo por lo que los padres fundadores habían luchado en el pasado. Mi abuela llevaba un buen rato dormida cuando el estruendo de un relámpago que impactó en la pequeña iglesia de madera blanca la despertó súbitamente. Miró con horror la pantalla de la televisión: “qué desgracia, pobre gente”, y se volvió a dormir. Obviamente la iglesia no ardió. Milagro, USA.
Desde aquel día me fijé en algo en lo que antes no había reparado: que mi abuela, que por entonces debía tener casi 90 años, creía que casi todo aquello que veía fugazmente en televisión era verdad. Al contrario de lo que pueda parecer, mi abuela por entonces tenía intactas sus facultades intelectuales. La pregunta no es que cómo era posible que no pudiese distinguir la realidad de la ficción -al fin y al cabo ese tipo de efectos especiales eran bastante novedosos- sino que cómo sabemos nosotros, ahora, qué es verdad y qué es mentira.
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