Hay un cadáver en mi habitación.
Erguido, tieso, balanceándose.Parece joven pero tiene treinta y cinco,
delgado, fibroso, los ojos de espanto
como si pudiese verse.
Oigo voces pero todas son mías.
Lo que siento no me gusta,
me miro y un frío invierno
recorre mi cuerpo hueco por dentro.
Espíritu perro mil leches,
venas negras anguilas
rodean y aprietan alambres
que sostienen el cuerpo
y estrangulan la faringe.
No me interesa
lo que el mañana me reserva,
me ahoga en la bañera
como una madre soltera y yo soy impuro
-la pureza no existe-
soy corazón hambriento y famélico
al otro lado del fuego.
Qué será de los nuestros
cuando nos hayamos ido,
cuántas muertes caben en cada muerte,
multiplicador de viudedades.
Es lo que más me preocupa.
Muere el momento,
heraldo vivo del fracaso y la frustración,
siempre inacabado.
Fuera de las prisiones de lo posible
no me sobreviviré esta vez.
Preferiría estar en el cerro de las balas y los locos
pero no tengo fuerzas.
Preferiría que nadie sufriera por mí
y celebrasen que este infortunio
ya ha llegado por fin a su fin.
Quise experimentarlo todo
y llegado el momento esto también.
Nunca supe vivir,
no se me dio demasiado bien,
lo intenté a mi manera
y este, supongo, es el resultado.
El árbol no me impidió ver el bosque
porque el árbol es el bosque.
Me arrepiento, de arrepentirme también,
porque viví por mil vidas en una
y bastante lejos he llegado
-creedme-
llevo pensando en este momento
desde que me conocí.
Lo siento mucho