He buscado en todas las carpetas del ordenador, en todos los archivos del móvil, pero no hay forma de encontrar una fotografía de mi bicicleta. Una lástima, porque es única. Se trata de un ejemplar de montaña los 80 o de los 90, no lo sé muy bien, de la marca Decathlon. Ni siquiera es mía, es un préstamo a fondo perdido del padre de un amigo que siempre me llama "compañero" y que tiene una bodega de sidra inconmensurable. Su hijo -mi amigo- lleva 9 años estudiando filología inglesa y siempre me presta libros de Irvine Welsh y de William S. Burroughs. Cuando le conocí se parecía a Jeffrey Lebowski y le llamábamos Cerdo. Ahora, tras perder no sé cuantos kilos de grasa y no sé cuantos centímetros de ropa, se parece más a Mario Vaquerizo, aunque él se ve como Joey Ramone.
La bicicleta. Era gris plateada con el logotipo "clásico" de Decathlon sobre un fondo azul claro que, con el paso de los años, ha devenido milagrosamente en azul de Prusia. Todavía conserva ese color, aunque sólo en un lado, ya que el otro está pintado con spray de color negro en un intento de afearla toda de negro. Pero el spray, de mala calidad como mandan los cánones de las tiendas de los chinos, se ahogó a mitad de camino. El sillín está encadenado al cuadro gracias a una doble cadena fina sujeta a unos hierros perpendiculares a la tija, cerrados con un candadito de mierda cuya llave perdí hace mucho tiempo. Esto impide que me roben el sillín cuando la dejo aparcada en la calle, lo que evita a su vez que tenga que volver sodomizado a casa. Sólo le funcionan tres piñones y aunque tiene tres platos se mantiene siempre en el del medio para no salirse. Cuando pedaleo reproduce un sonido siderúrgico, de carro de combate, que avisa con eficiencia a los demás transeúntes de que "algo se acerca" y no debe ser bueno. A los taxistas les debe hacer mucha gracia, por eso siempre intentan echarme de la carretera cuando paso acariciándoles el lomo pintado de Rayo Vallecano. Sí, parece una bicicleta postapocalíptica robada del rodaje de Mad Max. O simplemente robada.
Desde hace una semana doy clases de filosofía e historia a un alemán de 17 años que vive cerca de Plaza de España, en la calle Martin de los Heros. Hace dos semanas presté mi candado así que tuve que comprarme uno nuevo. Como no tenía mucho dinero y porque nunca me ha preocupado que me robasen la bici -nadie malgastaría su tiempo en hacerlo- me hice con uno de los chinos que costaba menos de 3 euros. Al segundo día el tambor del mismo se partió al meter la llave, de modo que mi bicicleta lleva anclada desde hace dos días en un poste de señalización de "No aparcar" sin que yo pueda llevármela.
Ayer me llevé un martillo en la mochila, a falta de algo mejor, pensando que con un par de golpes podría romper el candado del todo y liberar mi bicicleta. Tras dos golpes me di cuenta que lo que iba a conseguir es cargarme los radios de la rueda delantera. Los transeúntes me miraban mal y yo me esforzaba por transmitir, a través de mis gestos, que esa bicicleta era mía pero que no podía usar mi llave. Me miraban peor: además de como ladrón, como un puto perturbado. Al menos no se equivocaban en una cosa.
Decidí irme a un taller del la misma calle para pedirles una cizalla. No tenían, me dijeron que la radial con la que cortan "cosas" no serviría porque el cable no llega hasta la calle "ni de coña". Fui a otro taller y directamente me dijeron "no, lo siento". Desesperado y con el tiempo justo, empecé a dar vueltas por la calle buscando una patrulla de policía, intentando superar el asco y el odio que les tengo desde que era niño, desde que les miraba desafiante directamente a los ojos sin pestañear para probar que yo no era culpable de nada, que sólo era eso, un niño. Y aun así siempre sentía que era culpable de algo. Es curioso como el lugar común de que la policía nunca está cuando se la necesita se hace tan cierto cuando lo intentas. A lo mejor debería violar a alguien para que viniesen, aunque hacía demasiado frío para intentarlo. A lo mejor debería sacar un libro de texto y hacerme pasar por un estudiante valenciano, pero tengo barba y no colaría, seguro. Si al menos estuviese en el barrio de Tetuán sabría como encontrarles, aparcados en la entrada de algún puticlub o haciendo alguna redada racista a la salida del metro.
Después de más de media hora deambulando por las calles, preguntando a los porteros si sabían donde podía conseguir una cizalla prestada, mirando en cada calle si pasaba alguna patrulla, di con una comisaria. Entré, pasé la mochilla con el martillo -y tres latas de espárragos riojanos- y me dirigí a una ventanilla blindada desde la que asomaba un joven policía, seguramente recién licenciado, de esos que todavía creen que su trabajo es ayudar y servir a la gente. Al terminar mi explicación, antes de que pudiese contestarme, se acercó por fuera otro con cara de "ya sé que ser policía no es servir, sino tocar los cojones cuando quiera amparado en esta placa" y me dijo que no, que no tenían cizallas en la comisaría. Le insistí, preguntando si no tendrían otra cosa con la que abrir una cadena "de mierda de los chinos". No, no tenían. Insistí nuevamente. Que no, que no tenían. Insistí. Le preguntó a otro compañero que estaba leyendo el Marca y simplemente se encogió de brazos. Entonces les pregunté que que pasaba si yo conseguía una cizalla y me ponía a cortar la cadena de mi bicicleta justo en el momento en el que pasase una patrulla de los suyos. Me dijo que seguramente me tomarían los datos y se llevarían la bicicleta. Estupendo le dije. Y adiós.
Mi bicicleta sigue prisionera y no hay nadie que me ayude a robármela, nadie. No sé qué ha pasado en esta ciudad de mierda que ya nadie tiene una cizalla a mano, que nadie quiere cortar una cadena de mierda, que nadie se ofrece a hacer un pequeño destrozo. Con la cantidad de bicicletas que se roban al día y justo me ocurre esto en un barrio sin ladrones de bicicletas, en un barrio con gente sin cizallas. Sólo necesito a un ladrón de pacotilla, uno de poca monta, sin estudios, que quiera hacer un trabajito por amor al arte.