Nací con el cordón umbilical
enrollado alrededor del cuello
y desde entonces supe
que no había nadie manejando la máquina.
Florecemos en jardines viejos
custodiados por alambradas de espino
tierra estéril
impotente
cuyos surcos, antaño nítidos,
demasiado rectilíneos,
se confunden hoy con los garabatos a machete
de alguna niña bandida.
Y no sabemos ya nada.
No sabemos seguir el rastro
de un animal moribundo,
ni que al encontrarlo basta con acariciar
su pecho ensangrentado, tembloroso y caliente,
susurrarle palabras de amor al oído
crepitando
abrazándole
sincronizando nuestro ritmo cardíaco
bumbum
bumbum
bumbum
y en un gesto tórrido
como un beso de hambre,
le partimos el cuello,
posamos su cabecita de santo en el suelo
y lloramos,
porque estamos solos aquí abajo.
No sabemos estar solos
nunca llegaremos a estarlo del todo.
Danzamos como peonzas
entre provocaciones,
muertos de miedo, perros apaleados
y luego abandonados,
atrapados en un solar de cemento
desquiciados.
Cuando cae la noche aullamos
y nos acurrucamos, vencidos,
soñando que jugamos
al atardecer de un cálido verano
la espalda sobre la hierba todavía húmeda.
Nos despierta una caricia en el lomo y mordemos,
apretamos,
arrancamos y huimos tragándonos su sangre
entre latidos de llanto.
Porque no sabemos.
No sabemos nada.