La hipoteca por pagar, la madre por llamar, la cena por organizar y la amante por cumplir. Aun no había puesto un pie en el suelo y ya debía demasiado al día. Cinco minutos más, cinco minutos más. Tardó un rato en despertarse del todo, pero su Blackberry insistía. Lo peor no era la alarma, sino el atasco de emails y mensajes cortos parpadeantes en la pantalla.
Esta vez no encendió la radio como solía hacer, ni preparó el café, ni la ropa. No encendió el portátil para leer superficialmente noticias que no le interesaban para poder luego comentarlas con sus compañeros en la oficina, no. La resaca inesperada le empujó a abrir la ventana, y pudo por fin respirar el aire puro de la ciudad contaminada.
Asomó la cabeza entre arcadas. Se quedó observando desde su séptima altura el parque de abajo. Entre los columpios y la zona canina unos yonkis se acumulaban en los bancos, fumando, bebiendo, tal vez pinchándose. Capitalizaban cada baldosa, cada papelera, de ese cementerio ajardinado diseñado para niños y perros sonrientes. Quiso sentir lástima, pero no pudo. Algo en su tripa subía y bajaba, además del alcohol; la puta envidia. Al menos ellos eran conscientes de que estaban enganchados a algo.