Quiero morirme meciendo a un recién nacido,
hablarle del cuerpo,
martillo y clavo,
cuchillo y herida,
también tormenta en un bosque,
fértil como una voluntad generosa.
Hablarle del carácter salvaje del espíritu,
de los fugitivos
cimarrones
nizaríes
de las Guerras Serviles
y de las que roban en los supermercados.
Acariciar los puntos blandos de su cráneo
como sólo se acaricia a un animal
o al amor de tu vida
-es decir, tu perro-
con la nariz sobre su frente
pensando en todos los golpes
que no podrá esquivar.
Niño,
que la tierra te sea leve
mientras vivas,
que no hay carga más pesada
que un instante
sin libertad.