Cada cabeza es un fuego cuyas ascuas
servirán de calor de enjambre
para las que vendrán después
husmeando hogares
lejos del paritorio de orfandades
de esta derrota de desconcierto
y desinterés.
Nombrar los muertos
que aun viven,
recuperar la vida
que hay en la vida,
devolver la vida
a los espacios muertos
y crear la sintaxis
de lo innombrable.
Una locura, un desvío,
un golpe de remo.
Para atesorar distintas miradas en una
hace falta una cuchara de cobre
pan de oro
betún de Judea
y determinación para hacer palanca
con las cuencas oculares.
Veo daño, amargura,
hambre de dolor de cabeza
y espaldas rotas
entre tanta confusión.
Veo tormento, agonía,
fracturas del quinto metacarpiano
y las venas del cuello y la frente
a punto de estallar.
Pero siento,
entre tanto escombro
entre cada tapia y plato vacío,
que aun no es tiempo de cartas de despedida,
que aun hay flores vagabundas en mi jardín
y una hoguera a la que arrimarse
para aullar hasta el crepúsculo
de un incierto amanecer.