jueves, 28 de abril de 2011

Areteia

Doblaba la ropa con excelencia, buscando la simetría de las mangas y los cuellos. Solía despertarse de madrugada para repasar la limpieza del baño, fiscalizando cada baldosa. Tenía la manía de colocar paralelamente los cubiertos, buscando el aura mágica del brillo de cada objeto de la mesa. El traje siempre impecable, la corbata orgullosa con eficiente Doble Windsor. Su despacho aun olía a coche nuevo, cuero y maderas nobles, lo mejor -lo más caro. Pero no era suficiente.

Las calles seguían pavimentadas con pequeños adoquines irregulares, una sonrisa inglesa. Las nubes, caprichosas, escapaban a su control. El café a veces llegaba frío, otras demasiado caliente, siempre corto de leche. Escaseaban los dependientes que supiesen envolver regalos como lo hacía su madre. Su trabajo dependía de intermediarios, "compañeros" y subcontratas incompetentes. Todo aquello que escapaba a su control era imperfecto.

No aguantó más. El orden era imposible más allá de sus manos, y lo quisiera o no su vida dependía de los errores de otros. Durante varias noches lo dejó todo. Dejó de ordenar los cajones, de planchar las corbatas. Se olvidó de sacar la basura, de apagar las luces de las habitaciones vacías. Se concentró con devoción en su plan de huida. Buscó en internet la forma mas limpia de dejar este mundo, estudió día y noche las noticias sobre suicidios anónimos, aquellos que no buscaban notoriedad. Estuvo tomando notas durante toda la semana, ultimando los detalles para no dejar nada al azar. Creó una metodología de trabajo mecánica. Al cabo de unos días tenía sobre la mesa su manual de suicidio terminado, con más de 100 referencias, esquemas y croquis precisos. Pensaba que escribir una última nota era improcedente, si tuviese algo que decir no tendría sentido irse.

Se fue a una armería y compró una Colt 1911 con una caja de balas del calibre .45 ACP. Encargó en una pequeña ferretería-fundición del barrio viejo una coraza-corsé adaptable pero resistente, capaz de sujetar firmemente el tronco del cuerpo con la nuca para que esta quedase inmóvil. En la parte posterior incorporó un enganche donde encajar la pistola, con un pequeño cable que conectaba el gatillo con un botón a la altura del ombligo de la armadura. El disparo se accionaría al dejar reposar las manos sobre el vientre, ejecutándole en el momento, sin fallo ni posibilidad de arrepentimiento. Era una máquina de suicidio no-asistido impecable. Al fin logró la perfección.